lunes, 27 de agosto de 2012
Un detective indiferente VIII: Cohorte soleada
Joao Cabellera iba liando un cigarro, calle abajo, en un día de sol como pocos. De esos que apetece que pase un coche por los charcos salpicandonos a todos. El buen humor de la población circundante siempre le engatusaba; le hacía siempre mucho más feliz.
Y así, con la cabeza perdida en rememorar otros momentos felices, disfrutaba y se enorgullecía del aquí y ahora.
Estaba a punto de llegar al hospital donde estaba ingresado Hernán -y la mala leche de su amigo motorizado iba a ponerle otra vez en guardia-, así que se tomaba con humor aquellos momentos de relajo. Su mejor amigo iba a necesitar todo el buen humor que pudiese acumular, mucho más que una caja de bombones o unas flores. Hernán se iba a resquebrajar en cualquier momento y todos los amigos se estaban preparando a su manera.
De todos ellos, Joao era el más iluso. El que pensaba que formaban una piña fuerte ante las adversidades.
Adversidad: vivir de chulear mujeres siendo homosexual.
Bajaba la calle con su camiseta interior de tirantes y sus botas puntiagudas como el que decide morir de adolescencia. Lleno de pasión insultante para cualquiera que se considere honesto. Buscavidas. Liante. Impresentable. Postizo. Mantenido.
Adversidad: vivir siempre con los hijos de otros.
Había dejado a Rita en casa con la palabra en la boca. El hijo de ella, Sergio, jugaba con la comida mientras veía extasiado la mierda que salía de la televisión.
Les había sacado de la cama la madre de ella y habían empezado a hablar en clave, madre e hija. Así que, Joao, se acordó de su amigo ingresado y cogió la puerta aún sabiendo que Rita no quería quedarse a solas con los reproches de su madre y sus errores; los de dar la espalda a todos y todas por unas botas puntiagudas. Ni que decir tiene que no siempre se llamó Joao.
La historia de este día termina con el Cabellera plantado frente a la puerta del hospital, viendo como su amigo es sacado del edificio en su silla de ruedas por un ángel fácilmente corrompible, con Rita echando a su madre de casa furiosa y confundiendo la mirada bovina de su hijo con un discurso de Cicerón a Catilina.
Con Sara, la chica que empuja esa silla de ruedas, sintiendo que, después de tanto correr en círculos enormes, quizás el malhumorado paralítico a su cargo pudiera ser el hombre de su vida.
Termina con Hernán en medio de un genocidio colectivo sin ser consciente de nada más que de su reciente afición al Tiopental.
Madre e hija. Leopoldo Pomés
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he aquí algo que merece la pena leer
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