En la Plaza del Carbón de Zaragoza regateé frente a cuatro viejos cazalleros por un reloj como el que el personaje de Christopher Walken en Pulp Fiction transportó en el culo toda una guerra (ejemplo perfecto de lo que es todo esto). No sé si era robado, revendido o ese viejo lo encontró por casa y necesitaba dinero; da lo mismo, por ahora es mío.
En el mundo del trueque todo son objetos innecesarios que van de mano en mano; una respuesta como cualquier otra contra el aburrimiento. Aquel trasunto en la plaza fue la evolución del "lo tengo repe" de todos los patios de colegio.
Rastros de ex-yonkis, ferias de coleccionismo, chamarileros y demás intermediarios innecesarios...
Lugares de encuentro donde el poseedor simula que lo que vende no tiene valor y los demandantes sufren el síndrome del “halcón maltés” y toda antigualla se convierte en lo más importante de la inmensidad.
¿Os habéis preguntado alguna vez de dónde sacan 7 politoxicómanos unas bibliotecas semejantes? De gente como tú y como yo que acumulaban cosas en la casa del pueblo para sus descendientes, un ajuar de recuerdos para la eternidad y un tesoro para las personas que más quieres... Muy lejos de la realidad.
La versión montada por el director es que esos descendientes pasan olímpicamente de esas “baratijas” y la casa del pueblo queda abandonada, se llena de polvo y un día entran unos y arramblan con todo, lo venden en el rastro sin mirar el qué y volvemos a reactivar el mercado de los sueños ya soñados. Como cuando los saqueadores de tumbas del antiguo Egipto hacían justicia a base de ganzúa en las tumbas de mamarrachos prepotentes.
Así que, rodeado de cachivaches, me atrevo a afirmar que hay más de una Cultura; o en su defecto que no existe ninguna.