lunes, 6 de enero de 2014

Inmisericorde





"¡Méteme un corazón en el culo!" gritaba rojo de ira en la tienda de ultramarinos regentada por una familia china. "¡Métemelo, rápido!".
No había nada que hacer, se me había vuelto a ir la olla y ya, durante los últimos años, me negaba a presenciarlo. Me dediqué a disimular mientras miraba el estante de las bebidas alcohólicas que ya no me decían ni mu. "¡O me metes un corazón en el culo u os maldeciré con ponofobia!".

La cara desencajada, llorando como quien vomita en el mejor bar de la noche. La dueña del local arrebujaba la ropa, que yo me iba quitando, sobre el mostrador.
Me di cuenta de que yo llevaba las uñas de los pies bien cortadas, así que loco mis cojones; aquello lo había preparado, seguro.

El hijo de unos cinco años reía y aplaudía, claro, alguien tenía que disfrutar del numerito.
Porque, desde luego, el cliente solitario que bajaba a por una ración de ramen cada noche, y que me placó tirándome al suelo, no tenía pinta de querer ayudarme con mi problema; fuese el que fuese.

"A ver, pardillo, ¿se puede saber que estás haciendo?", me pregunto seriamente cuando me tuvo inmovilizado en el suelo. "Esta gente no ha cruzado el mundo para aguantar tus locuras". "¡No se merecen esto!".

Y entonces ella apareció. Perfecta, a mi juicio. Con el pelo recogido dentro de una capucha ribeteada por borreguillo, la nariz moqueante por el frio de noviembre, las manos ocupadas con un porro a medio hacer. Riendo por algo gracioso que debía haber contado uno de sus acompañantes.

Ninguno se adentró más allá del umbral, sólo ella vino hasta donde yo estaba desnudo de cintura para abajo, con las uñas de los pies todavía fuera de su campo de visión. Me toco la cabeza que aquel maromo metomentodo me estrujaba contra el suelo, me acarició el pelo y soltó un "...ay, pobre" tan tierno que si no me metían un corazón en el culo, lo iba a agujerear. Como desde aquella posición no tenía muchas alternativas opté por lamerle un zapato, rojo, de plástico. Me llevé una ostia del aspirante a policía y una candente risa de parte de aquella reina regente.

Ella llenó una cesta con artículos y le pagó a la china. "Gracias, adios". Y adios. Recobré la compostura de repente. Aparté al gorila egocéntrico de mi espalda y me marché sin compra y sin ropa; en plan digno. Vi que el grupo estaba al final de la calle y giraban la esquina. Recordé el verano en L´Italia que bebí de una fuente directamente desde el pie de una chica francesa, como un vulgar turista. También me vino el masaje lingual  de casi una hora que le practiqué a los talones de una chica sentada en unas gradas y de la que no vi nada más de su anatomía. La vida pasada había sido espectacular, el sol inmisericorde de los recuerdos quizás fuese un añadido mío, pero objetivamente, el pasado se me había dado bastante bien. El ahora era bien distinto, ya no quedaba nada de mí en mí. Dicen que curarse lleva tiempo, pero es mentira. Es enfermar lo que cuesta trabajo.