jueves, 20 de enero de 2011

Amor roncado


La ciudad era de mentiras...esta vez de verdad, ni siquiera sabría decir a cuál se parecía; a lo mejor a Ontario, en el condado de San Bernardino; California. Y si no se le parecía mucho, esto último es un vacile, claro.
Y supe que era un sueño... ¡porque si no de qué?

Había una temperatura cálida y pegajosa y un buen humor inflándose por momentos -los viajes astrales tienen un gran potencial- pero algo parecía no encajar. Necesito pruebas.

Empujo al viandante de mi lado quién cae estrepitosamente al suelo, sí, poniendo las manos por delante pero provocando una miniatura de apocalipsis aparatoso de esos que incitan a la crueldad y a la carcajada: le saltan las gafas por delante, su móvil se escapa del bolsillo de su camisa y acaba desmontado en todas sus pequeñas piezas; y hasta diría que se le sale un zapato.
Pero se levanta, recoge su basura y continúa calle abajo como si nada.
Sufro una sobreexcitación por mi valentía para descubrir que este mundo no existe y que no habrá repercusión alguna.
Y claro, se me va de las manos.

En menos de un minuto me he arrojado a los asientos traseros del jeep de dos califonianas que de primeras me ignoran, pero sólo de primeras. La explosión sexual que estalla en el Land Rover, de un semáforo a otro, provoca que los tres nos lo tomemos muy en serio.
Yo no tengo tiempo que perder -mañana trabajo-, y segundo, ellas no tienen solución de continuidad: cuando me despierte les sobrevendrá el Armaggedon...adiós a los batidos en Huntington Beach al terminar la semana, ninguna lágrima que derramar por los novios de Ginger y Nora, ambos estudiantes en el Ontario Christian College...¡bon voyage preciosas pijas!

Para deleite de los paladares más exquisitos comentaré, muy por encima,  el grado de intoxicación genital que reclamaba de sus míseras vidas imaginadas en el allí y entonces, antes de enviarlas de nuevo a la nada, sin miramientos, sin empatía.

Recuerdo vagamente que yo me pasaba los cinturones de los asientos varias veces por los antebrazos y me erguía sobre los asientos como un sádico latino que quisiese borrar los vestigios caucásicos de aquellas dulces estadounidenses. 
Estoy seguro de haberle dado mucho juego a los dedos gordos de ambos pies, y que la copiloto se me cayó de cabeza, ventanilla afuera, por mucho que la intentaba sujetar por las piernas. Así que quedamos dos; y ya me daba igual si seguíamos a 120 km/h en la calzada o si habíamos colisionado hacía rato contra algún edificio gubernamental.

Todo el condado de San Bernardino se licuó en su propio eje espacio-temporal. Yo me descubrí en mi cuarto, un día lluvioso, estornudos de haber pasado mala noche. Pero lo peor de todo no ha sido sentir que ellas ya no existen en esa mala copia de subconsciente americano, sino que encima las iba a inmortalizar en el peor formato posible del peor mundo imaginado.
Lo siento, chicas; no os merecíais esto.






"Amigo, yo veo muy claro, pero el mundo está ciego" Butch Cassidy and the Sundance Kid

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