sábado, 20 de febrero de 2010

Otra semana tontísima



Me he estado engañando: jamás divagué.
Ni perdí el tiempo haciendo las cosas que habrían resultado una completa pérdida de tiempo.

Supe fabricar un amor burgués de miradas y copas de helado; amor de padre, si prefieres.
De entusiasmo en lo fácil, en lo cotidiano, de ese que levanta religiones; del que duele perder.
Y luego se me revolucionó.
Se hizo bramido y campo, con todo lo que conlleva. Para finalmente alienarse en su libertad.

Y lo escribo porque no puedo pintarlo, para pintarlo porque no puedo explicarlo.

Lo que más valoro ahora es traerlo de vuelta con mucho cuidado, ya que es posible que me lo esté inventando todo, como un niño.

Si finalmente voy a envejecer,
me gustaría quedarme solo, como sola está la casa;
y ya que no puedes llevarte tu fantasma, intentaré hacerle reir mientras pueda.

La maldición de la energía



Primero se pone el disco.

Tengo la foto que nos hicieron en Amsterdam;
claro que la tengo.

Retiene lo mejor que he vivido.

Lo atestigua.

Y si no estuviera ahí, conmigo,

no cambiaría nada,

marca sólo un minuto,

un único minuto .


Pero en ella salen todas las veces que nos duchamos juntos,
y sales sin gafas,
pero también con ellas.
Y te veo vivendo conmigo,

estudiando conmigo,

y puesta de mdma;

saboreo el café en tu boca
y la cerveza,
tanta cerveza...

oigo gimotear al perro mientras follamos,

y se me llenan las manos cuando lloras;

se me asfixia el pecho
y me salgo de la cama,
y te reprocho todo lo que iba a venir;

y te suplico que te quedes, que me destroces;

porque quiero vivirlo.

Y en la foto no sabía casi nada de todo eso,

y aplaudo a la vida,

y la vitoreo,

y ella hace una reverencia, antes de irse por bambalinas;

y sabe que ha salido bien.


No tendré otra foto como esa en toda mi vida.
Porque ya no tendré lo que ahí se muestra,

ni seré quién dice que soy;

de lo que aparece en esa imagen

sólo queda la verdad para mí,

y la verdad para ti.

Y aquí estará.
..
Cuando quieras podrás venir a verla.

jueves, 18 de febrero de 2010

Neumoconiosis doméstica

Y de allí se marchó. Arrastraba el paracaídas desplegado por la cuesta y una estúpida sonrisa en la cara.
Y se recuerda porque yo me he quedado por aquí, sequito de ideas, mirándome las manos que parecen rendidas y me asusta la idea de quedarme a solas conmigo y sin hacernos compañía escribiendo...que ya ves, ¡vaya perdida!

Y ese algo mágico que tiene verla siempre más guapa que antes, eso también ha desequilibrado bastante el viaje; vamos, que ni de coña la acompaño porque mi paracaidas lo dirigiría un calígula bañado en crack con síndrome de Peter Pan y esos siempre suelen acabar a proposito en los cables de alta tensión, por el artificio y todo eso.

Y luego está Daniel Alcides, que se inoculó la verruga peruana para poder estudiar su proceso, y la palmó, sin paracaídas ni ostias. Lo que viene a ser el único "todo por la patria" que me he querido creer.

Si te pones a hacer recuento te sentirás tan viejo que la habrás jodido, que es más o menos lo que acabo haciendo cuando escribo de oido, como hoy.
Porque la escritura odia la rutina, odia follar mecánicamente y se acaba marchando con un poeta que juega con el lenguaje.
No sé si por joder...
O por apostar al caballo ganador.

Menos mal que tengo educación y le abriré la puerta de madrugada, cuando vuelva sin llaves y queriendo escribir seis horas seguidas para contarme dónde ha estado.
Se suele llamar "vivo sin vivir en ti"; y no lo dijo una monja porque esas no saben comer un coño.



miércoles, 17 de febrero de 2010

Releyendo a los clásicos IX

Recorrió la linea traviesa de todos los ropajes para encontrarse, a la postre, expulsada como vestal una y mil veces.
Ese y no otro es el misterio de la pasión; por el que siempre nos encontraremos en nuestras huidas.





"Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano."

V. Nabokov

lunes, 15 de febrero de 2010

Gracias por venir



En el palacio aquel ya no iba a pasar nada más. Los invitados huían con acompañantes que no habían traido, y aunque los músicos seguían dando espectáculo, a nadie le importaba.

Los carruajes, los taxis y los sidecares salían por la puerta principal sin orden ni concierto, apretujados, entre relinchos y bocinazos.
Estaban también los que se descolgaban por las ventanas, con sábanas atadas en hilera; o las tirolinas improvisadas desde el tejado con bordones de cortina y candelabros.

En el centro del salón principal, el anfitrión agitaba un expresso con hielo y Tía María y miraba concentrado el vórtice que se formaba en su vaso, preso de la insoportable vulgaridad de sentirse en un torbellino de emociones que nadie estaba dispuesto a presenciar.

Y sólo la música acompañaba su vaivén mientras decenas de invitados caían sobre los matorrales del jardín en arriesgados picados y saltos del ángel con limitado éxito.

Un pronto levantar la vista: la certeza de ser el hazmerreir general y un acompasado movimiento de cintura en un cuerpo que comenzaba a sentir la vocación de bailarín solitario.
¡A lo mejor la velada acababa de empezar!

Un chasqueo de dedos a la banda, la copa de trago y un par de vueltas hasta el mueble bar. Relajadas las formas tras aflojarse la corbata cambió la copa por la botella de möet chandon.
Un sonoro pum espumoso inauguró una época sin brindis, y alzando la botella al cielo, lo celebró.

Saltitos entregados por el pasillo de motivos orientales a ritmo de swing, pudo ver como los últimos rezagados le miraban aterrorizados, justo antes de lanzarse por la escalinata presos del pánico y estrellándose contra el marmol peruano del primer piso.

El griterío de pánico era ensordecedor. Algunos supervivientes se avalanzaban sobre el armero de la entrada, sacando carabinas y pistolas ya cargadas.
Pero cuando el dueño llegó abajo deslizándose por la barandilla, la mayoría de ellos desertó dejando caer las armas al suelo, suplicando entre chillidos por su vida.

Sólo uno permaneció allí; paralizado por el terror sujetaba una vieja escopeta de caza, algo que no suponía ningún tipo de defensa contra aquello que se le echaba encima en un zigzag propio del bebop.

"La vida es un chiste, nada serio que salvar de los gusanos; el amor no se está quieto y la humanidad sí que es fea", cantó mientras se acercaba moviendo los hombros y los pies; que aún se movían un poco después de que la escopeta se disparase y le volara la cabeza.
Era el fin de la fiesta.
Y aunque todos la recordarían, nadie hablará de ella jamás; es de mala educación hacerse a la idea de que tarde o temprano ocurren cosas importantes por poco que nos importe.