viernes, 30 de abril de 2010

Un menú sólo de entrantes






Seguro que volverá a ocurrirme, ya lo verás; no tendría sentido toda esta contención -esta lasitud- si no me esperase, pasado mañana, tras la esquina.
No puede haber ocurrido y ya sin más, apesadumbrarse todos los días por venir.
Sí, sé que a la gran mayoría les pasa. Se encuentran a gusto en un solo día y de regalo toda una vida para entender la broma. Pero no es el caso que nos ocupa.
Además el gusto por la nostalgia lo perdí a los diecisiete.

¡Qué increible es la envidia! Te agarrota y te entierra en el desierto, te quema la retina; te da por perdido. Y para salir del túmulo te aferras a habilidades infantiles, a ánimos equivocados del padre.

Pero estás sepultado en la autocrítica, esquivando ataques de pánico con una mano en el pecho, y otra en la cartera. Cuando la boca se te llena de mentiras, comienzas a soñar. Despierto. Pero ya no apuntas ninguno, porque se comienza a santificar la verdad.

Se abren las puertas de par en par, para que corra el aire y traiga el aroma a pan de aceite de la tienducha de detrás de las pistas. También vuelve el caliente sudor de las chicas del 83, que bebían en aquel bar del pasaje donde ponían Los Burros.
Y sobre todo el rumor del cloro que impregnaba el camino por donde habían pasado sus hombros finos, cobrizos, perfectos; y la senda que me conducía hasta ella, en los trigales; más allá de la alambrada.
Cuando era tan valiente que firmaba cualquier pacto.

Repito, no es nostalgia: es fatalidad y negación de lo evidente.




La ciencia lo explica mejor. Como siempre.
En la niñez, en la juventud y así, las sinápsis están frescas como arándanos recien tomados del arbusto, las imágenes, los detalles, se clavan a fuego y se recuerdan siempre. Por un lado porque se aprende a sobrevivir -una información sobreestimada- y por otro, porque esas sinápsis hacen prevalecer esa información, por "antigüedad", por encima de los nuevos recuerdos, menos vívidos, menos determinantes.

Toda una corriente de abrazabragas como yo cree -y he querido usar el verbo creer- que al filo de la última noche, antes de extinguirse, esas sinápsis intensifican en un último estertor eléctrico la percepción.
Y pueden pasar dos cosas, dentro de los términos de esta superstición: o se vuelve a sentir con aquella calidad lo que pase en el momento, o se recuerda con total lujo la información del trastero de la memoria. Una opción merece aguantar lo que nos echen por poder presenciar "lo que sea", otra vez, con esos ojos; la otra es un fracaso estrepitoso en el crecer.

Intento descifrar en cada persona de la tercera edad cuál ha sido el camino tomado, hago estudios de estadística, intento elaborar un programa estándar; pero se cruza en el experimento una variable insidiosa que estropea las muestras: todos se niegan a que se haya acabado el mundo perceptivo, todos olvidan y siguen viviendo como si nada.

Pero pasado mañana... pasado mañana.