lunes, 18 de octubre de 2010

No es más que eterna vigilia



Robert Neville enterró a su mujer y ésta volvió a casa sedienta de sangre. Enterró a su hija en la fosa común que recomendó el gobierno como método de contención de una enfermedad que resucitaba a los muertos en forma de sedientas bestias sin habla.

Neville se hizo fuerte en su casa. Dentro sonaba Mozart y whisky a destajo. Fuera, alaridos; bramidos.

Pero lo peor, constató Neville, era observar por la mirilla.
Porque las bestias, aún con atributos de mujer -si bien ajadas y desesperadas-, se le ofrecían como perras, yeguas, hienas; como carne, fruta, pellejo. Todo eran cavidades, músculos y uñas. Sabedoras de que él, Neville, era el último alimento. 

Y Robert Neville no cede. Las mata, hace pruebas científicas con las que captura vivas; las observa.
Sé maldice una y otra vez por verse a si mismo presenciando un ritual de caza que se convertirá en inmolación en el mismo momento en que la puerta se abra. Pero Neville mira.
Todos miramos. Todos estamos alerta.
Somos duda, adjudicándonos un resarcimiento por la pila de cadáveres que ya se vanagloria.