lunes, 15 de febrero de 2010

Gracias por venir



En el palacio aquel ya no iba a pasar nada más. Los invitados huían con acompañantes que no habían traido, y aunque los músicos seguían dando espectáculo, a nadie le importaba.

Los carruajes, los taxis y los sidecares salían por la puerta principal sin orden ni concierto, apretujados, entre relinchos y bocinazos.
Estaban también los que se descolgaban por las ventanas, con sábanas atadas en hilera; o las tirolinas improvisadas desde el tejado con bordones de cortina y candelabros.

En el centro del salón principal, el anfitrión agitaba un expresso con hielo y Tía María y miraba concentrado el vórtice que se formaba en su vaso, preso de la insoportable vulgaridad de sentirse en un torbellino de emociones que nadie estaba dispuesto a presenciar.

Y sólo la música acompañaba su vaivén mientras decenas de invitados caían sobre los matorrales del jardín en arriesgados picados y saltos del ángel con limitado éxito.

Un pronto levantar la vista: la certeza de ser el hazmerreir general y un acompasado movimiento de cintura en un cuerpo que comenzaba a sentir la vocación de bailarín solitario.
¡A lo mejor la velada acababa de empezar!

Un chasqueo de dedos a la banda, la copa de trago y un par de vueltas hasta el mueble bar. Relajadas las formas tras aflojarse la corbata cambió la copa por la botella de möet chandon.
Un sonoro pum espumoso inauguró una época sin brindis, y alzando la botella al cielo, lo celebró.

Saltitos entregados por el pasillo de motivos orientales a ritmo de swing, pudo ver como los últimos rezagados le miraban aterrorizados, justo antes de lanzarse por la escalinata presos del pánico y estrellándose contra el marmol peruano del primer piso.

El griterío de pánico era ensordecedor. Algunos supervivientes se avalanzaban sobre el armero de la entrada, sacando carabinas y pistolas ya cargadas.
Pero cuando el dueño llegó abajo deslizándose por la barandilla, la mayoría de ellos desertó dejando caer las armas al suelo, suplicando entre chillidos por su vida.

Sólo uno permaneció allí; paralizado por el terror sujetaba una vieja escopeta de caza, algo que no suponía ningún tipo de defensa contra aquello que se le echaba encima en un zigzag propio del bebop.

"La vida es un chiste, nada serio que salvar de los gusanos; el amor no se está quieto y la humanidad sí que es fea", cantó mientras se acercaba moviendo los hombros y los pies; que aún se movían un poco después de que la escopeta se disparase y le volara la cabeza.
Era el fin de la fiesta.
Y aunque todos la recordarían, nadie hablará de ella jamás; es de mala educación hacerse a la idea de que tarde o temprano ocurren cosas importantes por poco que nos importe.

1 comentario:

  1. joer..... como he echado de menos estas mañanicas de grandes escritos.
    Y yo que pensaba que te había pasado algo. A ver si recuperas el tiempo perdido y nos escribes más (sí; he dicho NOS. Aunque lo hagas por ti nos lo tomamos como si nos lo escribieras a nosotros).

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